«El sufrimiento, en cierto modo,
deja de ser sufrimiento
cuando encuentra un sentido»
- Viktor Frankl
He hablado conmigo de mí porque creo que soy yo la única
persona a la que le debo explicaciones.
Llevo días pensando acerca de toda esta espiral de dolor en
la que se ha convertido todo y de la que, he pensado, no podía salir. He dicho
mil veces que se acabó, que hay que volver a empezar, que lo único que había
que hacer era desprenderse. Pero siempre he vuelto a caer como si todos esos
pensamientos y recuerdos me atrapasen en un tiempo y un espacio que parecen ser
infinitos e inabarcables al mismo tiempo. El miedo de empezar de nuevo siempre
acaba reapareciendo, y yo siempre acabo dejándome dominar. Y, bueno, siempre he
hablado de desprenderse como si fuera fácil. Como si dejar algo-ahí no fuera a
doler más todavía y entonces no fuera a sentir que todo se desborda.
Pero, en medio de todo eso, he decidido hablar conmigo de
mí. He decidido darme la oportunidad que merezco. Porque para que llegue la
calma tiene que haberse desbordado todo. Quiero decir, que no soy culpable por
haber sentido nada aun sin dejar de ser responsable de todo.
Siempre te he dicho que las cosas que no decías te ahogaban
lentamente, y reconozco que poco a poco he sentido cómo se formaba un nudo
dentro de mí. Pues bien, estoy rompiéndolo. Estoy diciéndome todas esas cosas
que tenía que haber dicho y nunca dije.
Odié el día en que te fuiste porque pensaba que había
perdido. Sentí cómo mi corazón se paró en seco durante tres segundos antes de romper
a latir frenéticamente. Supongo que tenía miedo. Miedo por cómo iba a ser todo
a partir de ese momento. Miedo porque nunca estuve preparada para ese momento.
Fuera lo que fuera, recuerdo que me sentí muy triste. Tremendamente triste. Era
una tristeza de las que te come por dentro y no te deja pensar en nada, ni
querer nada, ni disfrutar nada… Era una tristeza de las que te encierran en un
túnel del que nunca ves la luz, pero que en el que tampoco la buscas. Era una
tristeza que no me dejaba dormir ni comer, solamente me dejaba llorar.
Pero en medio de esa tristeza, alguien vino y me dio la mano
por las noches. Y entonces te confieso que dormí, y que poco a poco fui dejando
de llorar. Me convenció de buscar la salida del túnel, me ayudó a buscarla. Me
llevó lejos de todo y me enseñó que era posible volver a empezar, allí o aquí.
Porque todo lo que había sentido y vivido contigo lo había construido yo. Todos
mis recuerdos los había creado yo: siempre había sido yo.
Fui yo la que curó todas tus heridas abiertas aquel día que
nos encontramos, dejándote confiar de nuevo y haciéndote ver que el mundo podía
ser un lugar que merecía la pena. Yo saqué tantas cosas buenas de mí, para ti,
que a veces me dejaba vacía a mí misma. Jamás supiste por qué hice todo eso.
Pensaste que había sido un golpe de suerte en el camino. Pero yo hice de mi
casa tu casa porque no hay nada más humano que eso. Y creo que esa es la
explicación de todo: soy humana.
También era yo a la que se le
encogía el corazón cuando te decía que nada era para siempre. Siempre supuse
que esto nos condenaba al mismo tiempo que nos hacía libres. El dolor que
sientes cuando se rompe algo que quieres es inmenso. La esperanza de que todo
lo malo se acabará algún día es la única razón por la que muchas personas
siguen vivas. Creo que nunca debí olvidar esto.
Siempre te dije que no entendía que hubiera personas en el
mundo le dan la espalda al atardecer, y al mar, y que nunca se han atrevido a
abrir los ojos desde el extremo de un precipicio; personas que odian el olor de
las montañas y de los libros nuevos, y que nunca se han quedado embobadas
mirando las estrellas; personas a las que no le gusta el sonido de la lluvia ni
de un corazón latiendo fuerte cuando te apoyas contra el pecho de otra persona…
Y has cogido y le has dado la espalda al mar que tenías delante. Por eso, en
ningún momento desde que te has dado la vuelta te he entendido.
Y en mi empeño por ver el lado bueno de las cosas, quise ver tu parte buena. Pero acabé rota, yo también. No te preocupes, no has sido tú el que me has roto. Me he roto yo misma por intentar abrazar algo que no existía. Por intentar creer que podías ser diferente. Por intentar querer a alguien que no se merecía un corazón como el mío.
Todo esto me hace ver que siempre fui yo: la que
cantaba en el coche, la que corría a abrazarte, la que salía a buscarte, la que
te acompañaba en cada paso del camino. Era yo la que te pintaba los días
grises, y la que hacía que las cosas fueran más fáciles.
Ahora me doy cuenta de que puedo salir del dolor, porque
todo lo que me hacía feliz era yo. No lo he perdido. No he perdido. Has
perdido.
Lo hice por ti, sí. Pero siempre, siempre, fui yo.
No hay comentarios:
Publicar un comentario